No sé ustedes, pero para muchos la caza no es caza sin perros. Sin duda, forman parte de muchos lances y comparten con nosotros la pasión de salir al monte y reencontrarnos con la naturaleza, tal lejana de nuestras vidas en la chusca y gris ciudad.
Aún se puede ver vagando por carreteras, caminos y otras vías de comunicación, tanto rurales como urbanas, a perros que desgraciadamente han sido abandonados. Otros tantos no corren la misma suerte y mueren de una manera u otra, siendo pasto de la incomprensión y desidia.
Muchas personas, entre ellas los propios cazadores, han intentado dar la vuelta a la tortilla y educar para que esto no vuelva a pasar. En los últimos años se han incrementado las campañas de sensibilización y poco a poco la sociedad en su conjunto va asumiendo que un ser vivo tan cercano al ser humano debe de ser respetado y no tratado como a un objeto que cuando no vale se tira a la basura.
El perro de caza es para la mayoría más que un animal “de trabajo”, dado que se trata de un compañero fiel que da lo mejor de sí, aunque al no ser máquinas no siempre dan con la mata en la que estaba el conejo o el encame en el que se hallaba el jabalí. Además, las razas autóctonas que antes “nadie quería” ahora son objeto de codicia porque no hay nada como un buen sabueso español para el rastro, un podenco ibicenco para el cunill, un galgo español para la rabona y un perdiguero para las rojas, por poner algunos ejemplos.
Las estadísticas que algunas organizaciones proteccionistas ofrecen dan escalofríos: más de 140.000 perros y gatos abandonados y quién sabe cuántos sacrificados sin motivo justificado. Estas cifras deben hacernos reflexionar sobre el trato y destino de nuestros perros y la gran misión que cumplen junto a nosotros, los cazadores. Es cierto que la mayoría trata bien a los animales, algunos con continuos desvelos y sin ahorrar visitas al veterinario, pero por desgracia algunos “fuera del redil” dejan nuestra imagen por los suelos temporada tras temporada.